I LOVE BARCELONA
ÁNGELES CASO escribe periodicamente en el “Magazine” de
LV. Recupero para ustedes este artículo
dedicado a barcelona, que termina asi:
Definitivamente, me
gusta Barcelona. Y pienso que quizá muchos de esos que dicen
no entender a los catalanes se curarían de sus prejuicios si se diesen una
vuelta por aquí, con la mente abierta, los sentidos bien despiertos y la
actitud necesaria para permitir que cada cual viva la vida que quiere vivir.
Angeles caso fue finalista del premio Planeta en 1994 con la obra “eL PESO
DE LAS SOMBRAS”, galardón que gano el 2009 con “contra el viento”. NACIO EN
GIJÓN.
I love Barcelona
El trabajo me deja libre una mañana entera, antes de volver a coger el
avión de vuelta a casa. Es otoño, pero se diría que estamos en uno de esos
gozosos días de primavera, cuando el cuerpo comienza a estirarse después del
encierro invernal, como si aspirara a ocupar todo el lugar posible en el
espacio, y el buen tiempo parece prometer largos días de playa y placeres.
Cielo azul, deliciosa temperatura y, en la sombra, ese airecillo que viene del
mar y que siempre me recuerda los días de la infancia, mi tiempo de niña en
Gijón, cuando de pronto, al doblar una esquina, el olor del salitre me invadía,
llenándome de ganas de correr hacia la arena.
Paseo despacio, disfrutando de esta ciudad espléndida. Recorro el paseo de
Gràcia, ese corazón del Eixample, ejemplo
perfecto del urbanismo y la arquitectura de estirpe burguesa del XIX y símbolo
del poderío empresarial de muchas de las familias que la poblaron. Por enésima
vez, me paro conteniendo la respiración frente a los dos edificios de Gaudí, la casa Batlló yla Pedrera, ante los que se
fotografían boquiabiertos decenas de turistas. Pero también contemplo otras
construcciones de calidad que bordean el paseo y, como suelo hacer, saludo al
pasar junto al hotel Majestic al espíritu de Antonio Machado, que
vivió aquí una parte de sus últimos días, antes de dirigirse hacia la derrota
definitiva de todas sus ideas y la muerte rápida y despojada, al otro lado de
la frontera de Francia.
Atravieso luego deprisa la bulliciosa plaza Catalunya, y
me pierdo por las callejuelas del Barri Gòtic, con sus
recuerdos romanos y su poderío medieval. A ratos me detengo ante alguno de los
muchos músicos callejeros que acompañan el ritmo lento y libre de tráfico de la
zona: la soprano que un día tuvo una carrera prometedora y ahora lanza al aire
sus Ave Maríatemblorosos junto a la catedral, el animoso
trío de jazz que ha tenido el valor de transportar hasta aquí un piano y que
alegra con su talento la mañana luminosa. O los geniales mexicanos que, con sus
cuencos de agua, sus teclados minúsculos y sus misteriosos instrumentos de
percusión, transforman el jazz en una música sagrada, en la que permanezco
atrapada y feliz durante un largo tiempo.
Bajo luego hasta el mar,
sí, el mar que más amo, el de Ulises, las aguas de Poseidón y las sirenas y los
delfines salvadores de náufragos. Como habitante de tierra adentro, envidio la
suerte de esta ciudad que se asoma a la luz y la belleza del Mediterráneo.
Igual que envidio –no, mejor decir que admiro– su belleza, y el cuidado que le
prodigan sus vecinos, haciendo de ella un lugar en el que disfrutar de la vida
parece fácil. Me gusta su gente, la educación con la que me tratan, la seriedad
con la que cumplen con su trabajo, sin necesidad de armarse de falsas simpatías
para esconder la ineptitud. Y su lengua, que respetan y defienden porque, igual
que todas las lenguas, contiene en sí misma toda una cultura, una historia y
una manera de ver el mundo. Definitivamente, me gusta Barcelona. Y pienso que quizá muchos de esos que dicen
no entender a los catalanes se curarían de sus prejuicios si se diesen una
vuelta por aquí, con la mente abierta, los sentidos bien despiertos y la
actitud necesaria para permitir que cada cual viva la vida que quiere vivir.
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